La Penitencia

Este sacramento es el más “camaleónico” de todos. Ha venido recibiendo diversos nombres a lo largo de la historia, e incluso adoptando diversas prácticas. Nombres como: “confesión” (el cual describe una sola parte del proceso), “penitencia” (le pasa lo mismo), “sacramento de la reconciliación” (el cual es más adaptado), “sacramento de la alegría” (lo que es cierto y describe el resultado después de un encuentro con el Señor), “sacramento de la misericordia” (un hombre muy apropiado para este año de la misericordia) …

Y en cuanto a la práctica, brevemente, ha ocurrido lo mismo. En la primera comunidad de cristianos no se pensó mucho en este sacramento, ya que se consideraba normal que una vez convertido y bautizado, uno no volvería a pecar. Pero la debilidad humana muestra que no es así. Por eso ante pecados muy especiales como por ejemplo el asesinato o pecados contra el matrimonio…, pasado el primer desconcierto, imponían a la persona pecadora una penitencia prácticamente de “excomunión”, es decir: el pecador se había apartado de la comunión con la comunidad y esta le exigía arrepentirse, convertirse, y demostrar durante bastante tiempo su arrepentimiento antes de ser aceptado de nuevo en dicha comunidad. Pronto nadie se sentía completamente santo y surgió la necesidad de pedir perdón no sólo en la misa (en la cual se pide perdón una docena de veces), sino con un sacramento específico, recordándose de estas y otras palabras del Señor: “A quienes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados”.

De esta forma se fue configurando una confesión individual privada, que es la que más ha permanecido en la Iglesia, llegando hasta nuestros días. Esta confesión, debemos destacar hoy, ha hecho mucho bien a lo largo de los siglos, no sólo por el hecho de la reconciliación o el aspecto sacramental y de fe, sino por la atención individualizada del confesor, haciendo de psicólogo, pedagogo, consejero… aspectos que desde hace unos pocos años se han profesionalizado, pasando a otras manos.

Con los monjes irlandeses, muy celosos y estrictos de ellos, se puso en práctica la “penitencia tarifada”, para lo que crearon grandes listas de posibles pecados, a los que correspondía, de acuerdo a la gravedad y el número, una cierta penitencia más o menos larga o grave. Saltamos hasta nuestros días y después del Concilio Vaticano II se reguló nuevamente este sacramento, recuperando tradiciones eclesiales. Y se instituyeron tres fórmulas de confesión. Fórmula A [Los nombres no son muy originales, ciertamente]: se trata de la conocida confesión individual. Fórmula B: consiste en prepararse comunitariamente, rezar juntos, sentirse todos pecadores, pero confesarse y recibir absolución individual. Y si no se han escapado a su casa los penitentes, por alargarse la ceremonia, se suele rezar una penitencia comunitaria. Fórmula C: preparación comunitaria y absolución general para todos a la vez. Esta última fórmula, casi ha desaparecido, por motivos que ahora no vienen al caso, pero especialmente para evitar una confusión que podría darse, pensando en un facilismo o en una época de rebajas.

Lo súperimportante (como hoy se dice), es tener siempre presente que Dios es misericordioso y nos ama incluso con nuestros pecados, y está siempre dispuesto a darnos nuevas oportunidades. Recordemos brevemente de la Biblia: “Señor, muéstranos tu misericordia, y danos tu salvación”; igualmente el perdón al hijo pródigo y su hermano, de parte del padre bueno, volviendo a reconstruir una familia despedazada y separada; y tantas ocasiones en que Jesús decía “¡Tus pecados te son perdonados, no peques más!” …

Así, pues, este sacramento representa la oportunidad de volver hacia Dios, reconociendo nuestras miserias y buscando su cariño y su amor. Así actuó el “hijo pródigo” aunque ciertamente le dolía más el estómago que el corazón. La acogida del padre fue incondicional amorosa. Igualmente lo vemos en la alegría del pastor que encontró la oveja perdida. Los ejemplos del Evangelio y de la Biblia en general, son casi innumerables. Lo que Jesús exigía era la fe, y personalmente aconsejaba “¡no peques más!”. Ni siquiera preguntaba el número de los pecados y mucho menos la especie. Estas son regulaciones posteriores.

Se introdujo en tiempos pasados una fea costumbre de no debemos juzgar desde el hoy, pero que ciertamente ya no tiene sentido. Hace muy poco el mismo Papa Francisco casi echa una regañina a confesores que espantan a los penitentes porque anteponen la severidad, el regaño, la investigación inadecuada a la misericordia. Cuántas veces he podido escuchar a penitentes: hace muchos años que no me confieso, porque un padre me trató muy mal. Según Francisco, “La confesión no debe ser una ‘tortura’, sino que todos deberían salir del confesionario con la felicidad en el corazón, con el rostro radiante de esperanza, aunque a veces – lo

sabemos – mojado por las lágrimas de la conversión y de la alegría que de ella deriva”. Francisco precisó que el Sacramento y los actos del penitente no implican que este se transforme en un pesante interrogatorio, fastidioso e invasivo, sino que al contrario “debe ser un encuentro liberador y rico de humanidad, a través del cual poder educar a la misericordia, que no excluye, es más, incluye también el justo compromiso de reparar, en lo posible, el mal cometido”. “Somos ministros de la reconciliación por pura gracia de Dios, gratuitamente y por amor, es más, precisamente por misericordia”.

Hay listas, presentadas en algunos devocionarios o elaboradas por algún celoso confesor o madre superiora de algún colegio, que quieren ayudar a preparar a fondo la confesión. Con frecuencia son útiles. Pero si te estorban o te crean inconvenientes de conciencia, mejor no las uses. Examínate según tu conciencia te dicte, o revisando los mandamientos, o usando otros medios sencillos como a veces se enseña a los niños: cómo te comportas con Dios, con la familia, en la calle y en el colegio… Quien tiene la conciencia bien formada, no necesita de interminables listas para una buena preparación.

Y recordemos que este sacramento no acaba en el confesionario, sino que exige una actitud ante Dios misericordioso y ante la vida: la reparación y una vivencia de acuerdo a las exigencias de la fe.

Conviene consultar el Catecismo de la Iglesia Católica, o alguna persona o confesor benevolente y bien preparado, cuando uno necesita orientación particular sobre casos especiales, que uno nota que lo son, porque le remuerde especialmente la conciencia, pero que no podemos detenernos a explicar aquí.

Algo que puede ayudarnos a llevar una vida adecuada, a estar en paz con nuestra conciencia y a progresar en la virtud, es lo que todos los santos han practicado: el examen de conciencia frecuente o incluso diario si se ha menester. Al final de cada día podemos adquirir la costumbre de revisarnos brevemente, tanto para dar gracias a Dios (lo cual olvidamos con frecuencia), como para disculparnos y enderezar un poco nuestra vida el día siguiente. Esto es muy práctico y útil hoy en día, especialmente cuando se propaga tanto laxismo y se dan tantas ofertas por los medios modernos (que no hemos asimilado completamente cómo usar positivamente), como por ejemplo de imágenes o entretenimientos inadecuados a través de Internet o de otros medios. Personas caen en comportamientos compulsivos casi sin darse cuenta, de los cuales es difícil salir sin un arma adecuada, como es, por ejemplo, la del examen diario que aquí proponemos.

Aprovechemos este año de la misericordia, para recibir este sacramento de la reconciliación y la alegría, pese a que nos cueste confesar nuestras faltas, y aunque exija de nosotros un cambio de vida y una penitencia. Y: ¡no te atormentes tanto!, al examinarte no pienses solo en tus faltas o pecados, sino, igualmente, en todo lo bueno que has podido hacer, verás que te resulta más fácil la confesión.

Texto del Padre Luis Munilla
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